sábado, 2 de abril de 2011

Amores brujos...

Cuando era niña, detestaba a los gatos. En casa de mis tíos Barba, allá por los años sesenta, tenían un enorme y gordo ejemplar dorado de nombre "Mongo", cuya función era dormitar sobre una silla igualmente dorada, con tapicería de terciopelo rojo de la cual parecía formar parte. Creo que eligieron a ese animal porque armonizaba con la decoración. Era un gato flojo y malvado que tenía especial pasión por dar el zarpazo a todo el que pasaba a su lado. ¡Odioso!

Glotón empedernido, nos perseguía para que le diéramos de nuestras golosinas. Una vez, Carlos mi primo y yo, le dimos una tableta de "Ex-Lax" (chocolates laxantes). Eso fue un desastre, pero "Mongo" jamás volvió a pedirnos comida y mucho menos a arañarnos.

Algún tipo de rinitis alérgica reafirmó mi aversión a los gatos hasta que las pasadas vacaciones en México conocimos a tres personajes. "Tomás" el gato de casa de Humberto y Flor y "Bruno" y "Carmelo" los dos gatos de Bertha mi prima.

Mi hija Fabiola regresó decidida a tener un gato en casa (supongo que su amor por los animales y la ausencia de su hermana hicieron el resto) y empezó la ardua labor de convencerme. El primer argumento, muy obvio, por cierto, (y muy bien manejado por una abogado en ciernes) fue que en los días pasados en México no tuve ninguna alergia y hasta acaricié a "Tomás".

Así las cosas, el pasado septiembre, Fabiola me llevó un domingo a ver gatitos para adoptar. Nos mostraron dos cachorritos mínimos (una hembra atigrada y un macho negrísimo). Fabiola solamente estaba tratando de ablandarme y ni en sus mejores sueños regresaríamos a casa con un gato. Kirsy -la chica que es apasionada de las mascotas- nos vió cara de buenas personas y nos contó lo difícil que es dar los gatos negros en adopción, porque muchos babalaos, hechiceros, brujos o como se llamen, los buscan para rituales extrañísimos que implican cortarles la cola o las patas, amén de otra serie de atrocidades de las que no quiero hacer memoria.

Mi corazón se conmovió con esa pelotita negra. Pesaba 300 gramos y estaba en el último estado de abandono. Flaco, con el pelo opaco, lagañoso, huesudo, desvalido (nos explicaron que los habìan encontrando famélicos en un basurero en Macaracuay). Kirsy decidió que lo íbamos a cuidar bien y con la condición de castrarlo a los cinco meses y reportarnos para informar de su progreso, nos dieron el gatito. Compramos los pertrechos, nos encontramos una amiga "experta gatuna" y a a casa.

Las primeras semanas Fabiola tuvo una dedicación y responsabilidad con su mascota de la que me siento muy orgullosa. Lo habían maltratado de tal forma que tenía la nariz y la lengua rota -presumiblemente un zarpazo-. No se podía alimentar ni lamerse. Hubo que darle antibióticos de madrugada. Alimentarlo con cucharilla y enseñarlo a limpiarse. Fabiola, pacientemente le daba de comer, sus medicinas y también le pasaba un algodón húmedo por el cuerpo.

Afortunadamente ya lo habían entrenado para que usara la caja de arena. Igual, esa época fue muy dura, y por otro lado, salió más caro que haber comprado un gato persa o un siamés con reales ancestros.

El nombre original, escogido por su ama fué "Felipe". Yo decidí llamarle "Brujo" para amedrentar a cualquiera que quisiera hacerle daño. Meterse con un gato negro con ese nombre no es cosa fácil. Y "Brujo" se le quedó de nombre.

Es un sobreviviente, genéticamente evolucionado para salir adelante en condiciones adversas, amén de un tipo con suerte. Fabiola le ama locamente y debo admitir que yo también. Aún es un cachorro y a veces hace travesuras, pero sus serios problemas de personalidad (a veces se comporta como un perro y otras como una guacamaya) lo hacen ser todo un personaje.

El veterinario que lo vió cuando no tenía ni tres semanas de nacido, se sorprendió de atenderlo hace un mes. Nos dijo que no había querido desalentarnos, pero que no pensó en su momento que el gatito fuera viable. Ahora está grande (pesa más de cuatro kilos), gordo, guapísimo. Con el pelo brillante, lustroso, ágil, despierto, vivaz (lo agarran entre dos y casi hay que matarlo para ponerle una vacuna o cortarle las uñas).

Me acompaña en este momento a escribir su historia, frotándose en mi pantorrila e intentando subirse al escritorio. Tiene hambre y maúlla suavemente. Lo acaricio y juega conmigo y luego me ordena con su elegante andar, que lo siga a la cocina y le llene su plato. Hace calor y ahora está tomando más agua. Le hemos comprado un cuenco más grande por si un tráfico caraqueño nos hace llegar tarde.

"Brujo" ha cambiado nuestra manera de ver la vida y manejar la casa. Estamos convencidas que desde su gatunidad, asume que la casa es suya y nos permite vivir aquí porque le alimentamos, jugamos con él y sobre todo, ahora que fue castrado y es más grande, se deja y busca que lo acariciemos. Su suave ronroneo es tranquilizador y logra que uno se aquiete del alma y del cuerpo aliviándonos de este marasmo de ciudad y país en que vivimos.

No se puede dejar ni un plato sucio porque seguramente va a lamerse las sobras, así que siendo habitualmente ordenadas, tenemos que serlo un poco más. Cuando Corina regrese de la madre patria, seguramente lo amará como nosotras dos y celebrará que nos hayamos vuelto aún más pulcras.

"Brujo" come lechosa (papaya) y a mi rutina cotidiana de las mañanas -mi sempiterno plato de fruta picada-, hay que agregarle el platito de "Brujo" con una microscópica porción de lechosa picadita que lo pone feliz. Es increíble que deje cualquier cosa para comer fruta (no podemos ignorar que es un mamífero, carnívoro, digitígrado y félido). También come coliflor, y si te descuidas, te birla las galletas o el chocolate. Tiene pasión por el helado y el queso. Estamos muy atentas de no dejar nada que pueda hacerle daño a su alcance, pero con autorización del veterinario, come fruta. Pareciera que es buena para todo el mundo...

A mi regreso a casa me sigue como un perro y su mayor fechoría consiste en pescar una bolsa plástica y jugar a la persecusión con ella. Cuando estuve tan estropeada con los dos tratamientos de conducto, en vez de jugar o intentar mordisquearme, se enroscó a mis pies y se quedó quieto a mi lado. Si regreso cansada o triste, pareciera que lo percibe. Igual pasa con su otra "mamita".

Fabiola ha dejado claro que es "su" "Brujo" y que cuando se marche se lo lleva, o si me voy yo, el gato se queda, así que disfruto lo que puedo de "mi" gato y en secreto, me despido de él un poquito todos los días. No me imagino teniendo un sustituto. "Brujo" es único...

Escucho el cascabel que tiene -para nuestra tranquilidad- en el cuello, pues cuando está silencioso, sólo puede deberse a que está dormido o intentando alguna fechoría, tal como hacer submarinismo en el inodoro si olvidamos cerrar el baño; o sacar las bolsas plásticas del cajón de la cocina; o de las más memorables: Una mañana de domingo, cuando terminamos de poner la mesa para un desayuno de "princesas", habían desaparecido misteriosamente y en nuestras narices, seis preciosas lonjas doraditas de tocineta. Abajo de la mesa, este delincuente peludo se relamía los bigotes. Nosotras, aterradas pensando si le harían daño. Esperamos que eso no haya afectado sus niveles de colesterol, ni tupido sus gatunas arterias. ¡Es un adorable rufián! Siendo pequeño, se quedó una vez encerrado dentro del refigerador y casi me vuelvo loca buscándolo.

Esta es la historia de "Brujo". La de los hechos. Sin embargo, en las emociones, debo admitir que esa Herminia chiquita que temía a los perros y detestaba a los gatos, ahora, por obra de la maternidad -mi excusa es que complazco a Fabiola- disfruto como una niña de mis amigos canes que me hacen fiesta, como el buen "Turrón" o "Kanda" o el par de locos "Mac" y "Cocó Colette" del vecindario.¡Les perdí el miedo y los acaricio sin temor!. Así, por obra de "brujería"...

"Brujo" me reconoce y se acerca a olerme o viceversa (lo dicho, se cree perro), ronronea suavemente y se va a dormir a "su" silla. Recordemos que es el propietario de la casa y nosotras, sus huéspedes. "Brujo" conversa conmigo -es el mejor oyente del mundo- y está de acuerdo con mis opiniones políticas y mi desprecio a la moda.

Ya dejamos de recluirlo en la cocina y anda por casa sin hacer estropicios. Igual los sábados y domingos -dichoso él, que no tiene calendario- si duermo un poco más allá de las 6:00 a.m., va hasta mi puerta con toda la cortesía del mundo -es un caballero-, maulla suavecito y rasca un poquito mi puerta para que lo alimente. Bien sabe que su otra mamita duerme como un tronco. Lleno su plato y vuelvo a la cama.

Es grato tener a este loco en casa. Aún no me marcho y ya lo extraño.