viernes, 23 de marzo de 2018

Este es un texto que escribí para un ejercicio de nuestro taller de escritura creativa, dictado por mi querida amiga y maestra, Milagros Socorro. Lo dejo tal cual como se leyó al final del ciclo. No quiero pulirlo, ni quitarle, ni ponerle. Después de casi dos años de regreso en México (llegué en julio de 2016), hasta ahora lo puedo leer sin llorar.


EL DESARRAIGO

Con el atrevimiento del amor y la juventud, me casé y acepté irme al año siguiente a Venezuela, a Grecia o a donde fuera y empecé a despedirme de mi familia, amigos, trabajo, patria. Me inventé que los llorones de “México lindo y querido” y “Las golondrinas”, no eran más que faltos de madurez. Me dije que una es de donde construye su vida. Sencillo. Marisabidilla yo.

Al aterrizar en Maiquetía, anochecía. Divisé las luces de Caracas desde el avión, suspiré y, como un mantra, me repetí que “esto”, -Venezuela- me tenía que gustar.

Llegamos a un apartamento en la Calle Sur 4, ruidosa, pintoresca y llena de bares. El viejo edificio aún conserva una fabulosa entrada de mármol en tonos grises. La falta de limpieza y el olor a basura hicieron que mi valentía se resquebrajara. El apartamento en el 6° piso, atiborrado de muebles viejos y enormes, y empapelado de tapices setentosos me arrugó el alma. Forcé una sonrisa.

Mi primer encuentro con Venezuela de día fue a la siguiente mañana de mayo de 1982. Fuimos por la Cota Mil hasta Los Palos Grandes y vi ese paisaje extraordinario: Caracas abajo, llena de nubes; arriba, el Ávila en infinitos tonos de verde y el cielo azul de fondo.

Fueron años duros, con poco dinero, viviendo en casa ajena –mis suegros volvieron de Grecia a los pocos meses- y en un sitio tan hostil, que más de una vez pensé armar la maleta y no volver nunca. Dos cariñosas vecinas, una griega y la otra del Líbano, me enseñaron a cocinar mientras conseguía la documentación para poder trabajar.

En extranjería me dieron una cédula de identidad de transeúnte en la que a pesar de la reciente reforma del código civil en 1981, me pusieron el apellido de mi marido. Al poco tiempo me la canjearon por la venezolana. Ese día regresé a casa sollozando las cinco cuadras, despojada de mi pasaporte mexicano. Me sentí desolada, en total desamparo, con la identidad perdida.

Empecé a trabajar. Aprendí a ir y venir en transporte público y me tocó inaugurar el Metro. Apareció en mi vida Antonieta, carupanera, que fue la madre cariñosa que estuvo conmigo cuando perdí mi primer bebé. La que hizo de abuela de mis hijas y a la que seguimos amando y tratamos de ver con frecuencia.

No volví a decir “pajita” por pitillo, ni “tiradero” por desorden. Los frijoles negros se volvieron caraotas y la sandía, patilla. Una merideña, madre de un entrañable amigo, me enseñó a hacer hallacas gochas y en su casa me comí la mejor arepa de maíz pilado con chicharrón que calmó los antojos de mi segundo embarazo.

A despecho de lo que pensaba, un buen día me encontré llorando desconsoladamente al oír “México lindo y querido” y escuché una versión de “Las golondrinas” con Nana Mouskouri que me sigue sacando lágrimas de lo más hondo. Extrañé a mis padres, hermanos, amigos y a mis cuarenta y tantos primos. Añoré mi ciudad natal: las frecuentes fiestas de cumpleaños, los mercados llenos de nopales, tunas y pitayas; la pasta de mole, los chiles y las tortillas. Los burritos de doña Cata y el pozole de “La gorda”. Los postres de mamá y mis tías. Dolió y dolió. Algunas veces, duele... ¡Y mucho!

En 1985 nos entregaron nuestro apartamento en la última calle de Caracas que no tiene vista al Ávila, sino que se nos mete dentro porque lo tenemos tan cerca que casi se puede tocar. Con mis nuevos vecinos, lloré desesperada sin tener noticias de México por más de dos semanas durante el terremoto de 1985.

Con intervalo de cuatro años, tuve mis dos hijas venezolanas, a quienes inculcamos amor por su patria, Venezuela. No quisimos que se sintieran extranjeras como nosotros. No las educamos como a algunos hijos de inmigrantes, sin sentido de pertenencia. Al divorciarme, no quise regresar a México y alejarlas de su buen padre. Decidí quedarme.

¿Por qué? Por amor a mis hijas caraqueñas y a esta tierra de gracia. Por el Ávila siempre verde. Por mis entrañables nuevos y viejos amigos de estos treinta y pico de años. Porque ya no puedo imaginar una tarde sin bandadas de pericos y guacamayas, ni un amanecer sin el escándalo de las guacharacas.

La herida del desarraigo sanó poco a poco, enamorándome de esta ciudad caótica y de lo poquito que conozco de Venezuela. Admito que tengo miedo de verme obligada a salir de este país para volver a pasar por el fingido “estoy muy bien”. No quiero llorar escuchando “Alma llanera” ni “Caballo viejo”. Tampoco extrañar Caracas, el tibio mar Caribe y la Gran Sabana. Deseo morir en mi tierra adoptiva y que mis cenizas sean esparcidas entre Mochima y el Ávila. Aunque esto no quiera decir que no llore escuchando “México lindo y querido”.



Herminia Torres

Caracas, septiembre 2014.

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