EL DESARRAIGO
Con el atrevimiento del amor y la juventud, me casé y acepté irme
al año siguiente a Venezuela, a Grecia o a donde fuera y empecé a despedirme de
mi familia, amigos, trabajo, patria. Me inventé que los llorones de “México
lindo y querido” y “Las golondrinas”, no eran más que faltos de madurez. Me dije
que una es de donde construye su vida. Sencillo. Marisabidilla yo.
Al aterrizar en Maiquetía, anochecía. Divisé las luces de Caracas
desde el avión, suspiré y, como un mantra, me repetí que “esto”, -Venezuela- me
tenía que gustar.
Llegamos a un apartamento en la Calle Sur 4, ruidosa, pintoresca y
llena de bares. El viejo edificio aún conserva una fabulosa entrada de mármol
en tonos grises. La falta de limpieza y el olor a basura hicieron que mi
valentía se resquebrajara. El apartamento en el 6° piso, atiborrado de muebles viejos
y enormes, y empapelado de tapices setentosos
me arrugó el alma. Forcé una sonrisa.
Mi primer encuentro con Venezuela de día fue a la siguiente mañana
de mayo de 1982. Fuimos por la Cota Mil hasta Los Palos Grandes y vi ese
paisaje extraordinario: Caracas abajo, llena de nubes; arriba, el Ávila en infinitos
tonos de verde y el cielo azul de fondo.
Fueron años duros, con poco dinero, viviendo en casa ajena –mis
suegros volvieron de Grecia a los pocos meses- y en un sitio tan hostil, que más
de una vez pensé armar la maleta y no volver nunca. Dos cariñosas vecinas, una
griega y la otra del Líbano, me enseñaron a cocinar mientras conseguía la
documentación para poder trabajar.
En extranjería me dieron una cédula de identidad de transeúnte en
la que a pesar de la reciente reforma del código civil en 1981, me pusieron el
apellido de mi marido. Al poco tiempo me la canjearon por la venezolana. Ese
día regresé a casa sollozando las cinco cuadras, despojada de mi pasaporte
mexicano. Me sentí desolada, en total desamparo, con la identidad perdida.
Empecé a trabajar. Aprendí a ir y venir en transporte público y me
tocó inaugurar el Metro. Apareció en mi vida Antonieta, carupanera, que fue la
madre cariñosa que estuvo conmigo cuando perdí mi primer bebé. La que hizo de
abuela de mis hijas y a la que seguimos amando y tratamos de ver con
frecuencia.
No volví a decir “pajita” por pitillo, ni “tiradero” por desorden.
Los frijoles negros se volvieron caraotas y la sandía, patilla. Una merideña,
madre de un entrañable amigo, me enseñó a hacer hallacas gochas y en su casa me
comí la mejor arepa de maíz pilado con chicharrón que calmó los antojos de mi segundo
embarazo.
A despecho de lo que pensaba, un buen día me encontré llorando desconsoladamente
al oír “México lindo y querido” y escuché una versión de “Las golondrinas” con
Nana Mouskouri que me sigue sacando lágrimas de lo más hondo. Extrañé a mis
padres, hermanos, amigos y a mis cuarenta y tantos primos. Añoré mi ciudad
natal: las frecuentes fiestas de cumpleaños, los mercados llenos de nopales,
tunas y pitayas; la pasta de mole, los chiles y las tortillas. Los burritos de
doña Cata y el pozole de “La gorda”. Los postres de mamá y mis tías. Dolió y
dolió. Algunas veces, duele... ¡Y mucho!
En 1985 nos entregaron nuestro apartamento en la última calle de
Caracas que no tiene vista al Ávila, sino que se nos mete dentro porque lo tenemos
tan cerca que casi se puede tocar. Con mis nuevos vecinos, lloré desesperada
sin tener noticias de México por más de dos semanas durante el terremoto de
1985.
Con intervalo de cuatro años, tuve mis dos hijas venezolanas, a quienes
inculcamos amor por su patria, Venezuela. No quisimos que se sintieran extranjeras
como nosotros. No las educamos como a algunos hijos de inmigrantes, sin sentido
de pertenencia. Al divorciarme, no quise regresar a México y alejarlas de su
buen padre. Decidí quedarme.
¿Por qué? Por amor a mis hijas caraqueñas y a esta tierra de
gracia. Por el Ávila siempre verde. Por mis entrañables nuevos y viejos amigos
de estos treinta y pico de años. Porque ya no puedo imaginar una tarde sin
bandadas de pericos y guacamayas, ni un amanecer sin el escándalo de las
guacharacas.
La herida del desarraigo sanó poco a poco, enamorándome de esta
ciudad caótica y de lo poquito que conozco de Venezuela. Admito que tengo miedo
de verme obligada a salir de este país para volver a pasar por el fingido “estoy
muy bien”. No quiero llorar escuchando “Alma llanera” ni “Caballo viejo”.
Tampoco extrañar Caracas, el tibio mar Caribe y la Gran Sabana. Deseo morir en
mi tierra adoptiva y que mis cenizas sean esparcidas entre Mochima y el Ávila. Aunque
esto no quiera decir que no llore escuchando “México lindo y querido”.
Herminia Torres
Caracas, septiembre 2014.
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