domingo, 9 de mayo de 2010

La tarde del 28 de julio o las ventajas de ser miope.

Este relato fue escrito en 2008.

Algunos “defectos” nos proporcionan placeres inesperados, inéditos e inefables. Hoy emprendí en solitario (mi compañera no estaba) mi acostumbrada caminata vespertina. Finalizaba un copioso aguacero y el cielo lucía más o menos en calma. Media vida en esta Caracas me hizo meter mis llaves y el celular en una pequeña bolsa plástica, en vez de echarlos directamente en el bolsillo del pantalón. ¡Algunas veces soy tan sabia!

Enfilo decidida por la Calle 5 hacia la Calle 2, subo afanosa por la Calle 6. ¡Muy bien, ocho minutos! Empiezo la segunda vuelta, la cierro en siete. ¡Bravo, soy una atleta! Inicio la tercera con menos ímpetu y disfrutando los aromas de la tierra mojada y del ventarrón que presagia agua. El aire huele a lluvia. No termino de pensarlo cuando el cielo se viene abajo. Gruesísimas gotas de agua caen sobre mí… “Raindrops keep falling on my head…” Me cercioro de que las llaves con el control remoto y el teléfono están a buen resguardo y bendigo este clima gentil que me deja caminar bajo la lluvia sin riesgo de pescar una pulmonía. Siento y miro mi vestimenta empapada y me alegra tener puesta la franela gris que es gruesa y por ello, no dar el show de camiseta mojada, nada apropiado para una cincuentona (no soy Madonna).

Un par de personas corrieron a guarecerse y sorprendidas me miraron continuar mi caminata sin cambiar el paso. Alzo los brazos al cielo agradeciendo el agua incontaminada que me permite lavar mi rostro, mi alma y las perlas cultivadas de mis aretes (no debemos lavarlas con agua tratada, pues pierden su brillo), El torrente que baja por la calle engancha mi yo niña y me invita a chapotear en la corriente. Salto alegremente, los zapatos se llenan de agua, la sensación de pies mojados y fríos raya en lo sublime y me divierto chapoteando ante la estupefacción de mis vecinos. Los zapatos suenan “scuishhh” y “plsssssssh”, lo que me hace reír a carcajadas -está loca de atar, pensarían-. En menos de dos minutos estoy hecha una sopa. Mis lentes empañados y mojados no me dejan ver, así que me los quito y los cuelgo del cuello de la camisa.

Subo nuevamente por la Calle 6 tratando de sortear el torrente de agua que baja haciendo un ruido glorioso (cuando no tengo lentes mis oídos se aguzan), y con la cara escurriendo lluvia, miro al cielo y, entonces, ocurre el milagro. La llovizna, la bruma, el verde lujurioso del Ávila, el edificio de un rosado absolutamente indecoroso, todo contemplado desde la magnificación de mi miopía, me dieron una visión extraordinaria de luz y color. Por unos instantes me sentí caminando dentro de uno de los hermosos paisajes de Monet o Renoir. Perdí por completo el enfoque de los contornos y a la luz del atardecer, dentro de la neblina y la lluvia, fui testigo excepcional de una explosión de tonalidades y matices. Los dos tonos de rosa del estrambótico edificio, parecían una abundante floración sobre los infinitos y brillantes verdes del Ávila. El asfalto negro de la calle se volvió de un gris más amable, suavizado por el agua y la bruma. Fue mágico.

Amainó el chubasco y empezó a soplar una suave brisa que trae de nuevo el aroma atávico, eterno de la tierra agradecida. Me llega un lejano efluvio de algún jazmín sacudido por el agua y que empieza a seducir con su aroma al caer la tarde. Supongo que este olor se mezcla con el de mi colonia mañanera, ahora lavada por la lluvia. Me gusta esta combinación de olores a caminata, colonia y humedad. Huelo a ser humano vivo. Más que eso, a ser humano consciente de estar vivo. Siento un poco de frío. La temperatura ha descendido y mi piel erizada es la respuesta. Lejos de resultar incómodo, el leve temblor me hace apurar la marcha y entro de nuevo en calor.

Al moderarse el ruido de la lluvia, empecé a prestar atención al resto de los sonidos. El viento hizo sonar los diversos móviles colgados de las ventanas. Escuché el eco dulce de cañas huecas, después un tintinear de campanas y de fondo un lejano reloj de péndulo dio la media hora, trayéndome el recuerdo de la casa de mis abuelos. Quedaba una suave llovizna, que finalmente cesó, dando paso a otros sonidos de la naturaleza. El raudal que iba calle abajo disminuyó notablemente para dar paso a un hilillo de agua que producía un suave y constante susurro. Algunos grillos empezaron a cantar. Vi tres o cuatro golondrinas salir de sus nidos, dar un corto vuelo y regresar a su cobijo. Algunos pájaros piaron.

A pesar de estar empapada, sigo caminando, pues me faltan aún tres vueltas. Llama mi atención el casi imperceptible sonido de un motor. Paso al lado de un automóvil gris de vidrios negros que no permiten ver hacia su interior y me bastó el leve balanceo del auto para entender lo que estaba pasando… ¡Que envidia! ¡Haciendo el amor bajo la lluvia y a plena luz del día! El movimiento disminuyó a mi paso y continuó después de mí. No sería yo la que interrumpiera el idilio… Sigue el suave vaivén…

Doy las tres vueltas que faltan. La pareja sigue amándose, amparada en el anonimato de los vidrios negros. No puedo asegurarlo pero deben ser jóvenes. ¡La osadía los acompaña! O tal vez no lo son tanto… algún recuerdo travieso de mis aventuras no tan mozas acude a mi memoria. Sopla un suave céfiro que viene del oeste. Tiempo de regresar a casa.

Contenta, mojada, con la piel llena de humedad y aromas, los ojos deslumbrados de colores y formas, sigo mi naturaleza epicureista y me regalo una ducha de agua tibia con jabón perfumado de hierbas. Salgo feliz del baño, oliendo aún a lluvia y también a romero. Siento el cuerpo y el alma lavaditos, ligeros. ¡Es tan bueno estar viva!

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